La nube y el síndrome de Diógenes digital


El blog de Enrique Dans. - El síndrome de Diógenes es un trastorno del comportamiento que afecta generalmente a personas de edad avanzada que viven solas, uno de cuyos síntomas consiste en la acumulación de grandes cantidades de basura y desperdicios domésticos, la llamada disposofobia, acumulación compulsiva o silogomanía
05 de septiembre de 2014

Hace más de nueve años, escribí una entrada en tono simpático sobre el comportamiento de los usuarios con respecto al correo electrónico, en el que clasificaba perfiles de conducta en función de las pautas de almacenamiento, entre una serie de categorías inventadas:

  • El “auditor“: Todo aquello que le envían debe ser guardado y clasificado con mimo… nunca se sabe cuando va a venir Peláez a decirle que él le pidió nosequé con fecha nosecuantos, o cuando se caerá el servidor corporativo y habrá que reconstruir la memoria colectiva a partir tan sólo de sus archivos, convirtiéndole así en héroe nacional… Su bandeja de entrada aparece limpia y ordenada, tan sólo permanecen en ella los correos sin procesar, que requieren acción por su parte o esperan contestación. Como un ordenadísimo Ministerio. Todo lo demás, pasa a ser cuidadosamente clasificado en carpetas. Periódicamente, como sabe que los archivos .pst del Outlook tienden a inestabilizarse cuando superan un tamaño determinado, los archiva cuidadosamente, los pasa a un CD, y vuelve a empezar sólo con los últimos tres meses… En realidad, jamás ha tenido la necesidad de consultar uno de esos correos que se almacenan en los CDROMs de su estantería, pero todas las tardes, al quitarse los manguitos, se siente fenomenal sabiendo que están ahí…
  • El “Síndrome de Diógenes“: como esos durísimos casos que aparecen de vez en cuando en las noticias… “hallado muerto en su domicilio un anciano entre toneladas de basura”. Lo guarda todo, pero todo, todo, todo. Desde el primer correo que le envió su novia, ahora madre de sus hijos, hasta los mensajes basura que le persiguen todos los días ofreciéndole alargamientos descomunales de determinadas partes de su anatomía. Algún problema en su cerebro le impide discernir lo que es verdaderamente importante de lo que no lo es, pero quien sabe, a lo mejor algún día puede ser útil para algo… Su bandeja de entrada almacena miles de correos, sin clasificar, pero sabe o cree que están allí, al menos los que ha recibido desde la última vez que se cayó el ordenador o se cambió de trabajo…
  • La “memoria selectiva“: variante atenuada del síndrome de Diógenes o del auditor. Probablemente empezó igual, pero en algún momento, su ordenador explotó y le dejó amnésico, sin memoria histórica. Vagó desorientado durante algunos días, pidió a todos sus conocidos que le reenviasen sus correos, y al comprobar la futilidad de su intento de reconstrucción memorística, empezó a hacerse selectivo. Ahora guarda sólo las cosas que son importantes, pero no tiene ni idea de que ocurrirá si algún día su archivo vuelve a explotar. Vagará otra vez desorientado durante algunos días, y poco más.
  • El “sentimental“: guarda sólo lo que tiene “de verdad importancia”, el correo con su evaluación del desempeño, el e-mail de una ex-novia que le encontró en Google, la carta de aceptación de su artículo, el correo de despedida a toda la organización de aquel tío tan majo que trabajaba en el despacho de al lado… nunca los ha vuelto a consultar, pero ahí los tiene, en una carpetita que cuelga de su bandeja de entrada, como fotos amarillas en un álbum…
  • La “entropía total“: no sabe lo que tiene, ni donde lo tiene. De vez en cuando agrupa su enorme bandeja de entrada, en la que se acumulan spam, newsletters de todo tipo, correos de amigos y temas profesionales de todo tipo, y realiza operaciones que pueden calificarse en algún lugar entre la “pira purificadora” y la “limpieza étnica”. Tienen diferentes cuentas que se forwardean correo entre sí, e intuye que en algún lugar siempre puede encontrarse aquel correo, pero la última vez que lo intentó pasó tanto tiempo intentando encontrarlo, que se le olvidó lo que estaba buscando…
  • El “vivalavirgen“: ¿Para qué vamos a guardar nada, si la vida es un sinvivir? Total, las cosas se clasifican entre las que no son importantes, y por tanto hicimos bien en borrar, y las que sí lo son, y por tanto ya nos volverán a enviar… De vez en cuando nos abroncan por eso de “¿qué pasó con aquel correo pidiéndote nosequé que te envié el día tantos del tantos… “, pero total, siempre se le puede echar la culpa a la tecnología… En su bandeja de entrada, sólo unos pocos mensajes recientes. Después nada. Nada anterior a quince días. Nada en los elementos enviados. Vive en el éter, pero vive bien, despreocupado, feliz… Se ríe con el chiste que le envían, tal vez lo reenvía a algunos amigos, pero después nada, ni copia de lo que recibió, ni de lo que envió. De vez en cuando alguien le retira el saludo, pero él nunca llega a enterarse ni entiende porqué será que ese tío que le suena tanto le mira tan mal…

Obviamente, eran otros tiempos: los ecosistemas Microsoft dominaban el panorama del ordenador personal con cuotas de mercado superiores al 90%, la movilidad no existía, y la idea del almacenamiento en la nube solo empezaba a vislumbrarse tras un año escaso de funcionamiento de una herramienta como Gmail.

Casi una década después, todo está en la nube. Tanto, que muchas cosas las almacenamos ahí prácticamente sin darnos cuenta, simplemente activando una opción en un dispositivo o en un servicio nuevos. El incremento del ancho de banda disponible posibilita ya que almacenemos en la nube prácticamente cualquier cosa, incluidos archivos cuyo tamaño habría convertido la idea en absolutamente impracticable entonces. Al tiempo, el coste del almacenamiento ha descendido hasta extremos que rozan el ridículo: en 1956, el disco duro de cinco megabytes de IBM tenía un precio de cincuenta mil dólares… hoy, un Seagate de tres terabytes puede costar en torno a cien.

¿El resultado? Tendemos a disponer de lo que hace diez años calificaríamos como “espacios ilimitados en la nube”, y a ser sumamente laxos en su utilización. El caso del robo de información de las celebridades norteamericanas responde precisamente a eso: muchas de ellas ni siquiera sabían que sus fotografías se estaban copiando automáticamente en la nube cada vez que apretaban el botón del disparador. Cuando algo casi ni se sabe que se tiene o se interpreta como algo que “just works” sin la intervención del usuario, es perfectamente normal que caiga en malas prácticas de uso, cuando no directamente en desuso.

Y ahí es donde surge lo interesante de la cuestión: realmente, ¿cuántas veces hemos recurrido a una copia de respaldo en la nube de algo? Dejando aparte el caso del cambio de terminal, momento en que disponer de una copia de seguridad en la red podría resultar práctico (y ni siquiera así lo tengo completamente claro)… ¿vale realmente la pena tener almacenado en un repositorio externo toda la información que tenemos en nuestros dispositivos? En mi caso, mantengo una copia de seguridad de mi ordenador portátil en un disco duro externo mantenido con Time Machine, y almaceno temporalmente en la nube las presentaciones que voy a utilizar en un plazo inmediato, para evitar el posible efecto de un fallo en el dispositivo que llevo encima. Obviamente, las cosas que escribo están en esta página, que vive en un servidor del que se hace copia de seguridad. Pero más allá de eso… nada. A pesar de ser una persona cuyo conocimiento acerca de las opciones de almacenamiento en red excede sensiblemente las de la media de la población, tiendo a utilizarlas más bien poco.

¿A dónde nos lleva la hiperabundancia de ancho de banda y espacio de almacenamiento? A almacenar en la nube ya no la foto que hemos hecho, sino las siete tentativas previas que hicimos hasta que finalmente quedó bien. A mantener copias de cosas a las que, más que posiblemente, no vamos a volver en la vida, ni por necesidad, ni por interés, ni por nada. A un gigantesco “por si acaso” que, en realidad, nunca llega a pasar de la muy remota posibilidad. Entre todas las categorías que enumeré en mi artículo del año 2005, nos hemos lanzado como posesos al síndrome de Diógenes, a convertirnos en poseedores de enormes espacios llenos de basura que no sirve para nada. A almacenarlo TODO, sea lo que sea, en una rutina absurda que prácticamente nunca llega a tener ninguna utilidad práctica. Salvo, por supuesto, el poner a disposición del simpático cracker de turno – y digo cracker por no decir hijo de p**a, que suena muy mal – unos materiales que, posiblemente, estaban reservados para un uso íntimo o, cuando menos, restringido.

¿Qué sentido tiene almacenar en la nube copias de seguridad de las fotografías que un día le enviaste a tu pareja? Ninguno. Por supuesto, el culpable de un problema como el que hemos visto no es el que almacenó esos archivos, sino el que decide violar una serie de sistemas para sacarlos fuera de su ámbito de circulación previsto, sobre el que esperemos que termine cayendo el peso de la ley. A nadie en su sano juicio se le ocurriría, en caso de robo en un banco, pensar que la culpa es de los que tenían sus ahorros en él, o decir que lo que hay que hacer es cerrar los bancos. Pero a lo mejor sería conveniente que nos replanteásemos esa idea de que, como el ancho de banda y el espacio de almacenamiento son recursos inmensos y baratos, tenemos forzosamente que hacer copia de seguridad de todo.

Fundamentalmente porque, bien mirado, no sirve para nada. Nunca, jamás, en los días de mi vida, he necesitado volver a ninguno de esos CD-ROM en los que almaceno los archivos .pst con los correos electrónicos que envié como pate de mi actividad profesional entre los años 1990 y 1996. Para nada. Es más: no se me ocurre prácticamente ningún caso en los que podría haberlos necesitado.

Que exista la posibilidad de almacenarlo TODO no significa que debamos o que sea conveniente almacenarlo TODO. Es más: posiblemente, almacenarlo TODO conlleve riesgos y vulnerabilidades a los que, seguramente, preferiríamos no estar expuestos.


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