Los claroscuros de la jubilación


Cuando los vigentes sistemas de protección social fueron concebidos, la gente cotizaba en torno a 44 ó 45 años y recibía prestaciones de jubilación durante diez anualidades. Hoy, en cambio, con ciclos de formación más dilatados y edad de retiro real anticipada, los períodos medios de actividad quedan reducidos a 32 ó 33 años y suben a 18 ó 20 las anualidades en que se percibe la prestación

Hace ya una
década que los partidos políticos decidieron suscribir un acuerdo para
tratar de reconducir los riesgos de descalabro del sistema de Seguridad
Social. Su gestación corrió a cargo de un grupo de parlamentarios
coordinado por Rodolfo Martín Villa y quedó bautizado como Pacto de
Toledo, a cuya letra –no tanto su espíritu- se vienen remitiendo desde
entonces todos los amagos de continuidad en la reforma del modelo
público de salvaguardia y protección. Sus previsiones reformistas
están, no obstante, lejos de cumplirse, en buena medida debido al
espejismo que ha supuesto la mejora anual de las cuentas, provocada por
el ingreso masivo en el sistema de millones de trabajadores inmigrantes
y el ciclo expansivo que la economía española mantiene desde 1998. La
persistencia de las cuestiones de fondo, sin embargo, ha motivado el
retorno un tanto brusco a la realidad: el porvenir de la Seguridad
Social sigue amenazado y, si no se acelera su reforma, acabará entrando
en crisis antes o después.


Aunque
los ingredientes críticos son varios, es evidente que el mayor peso
corresponde a los costes que entrañan las pensiones de jubilación. No
es, como se sabe, un asunto que sólo concierna a España: es común a
todos los sistemas, particularmente los europeos, pero por razones
demográficas aquí se prevé más acusado, dado que nuestro país será uno
de los más envejecidos del mundo a la vuelta de dos o tres décadas y el
líder en este capítulo entre los de la Unión Europea (UE).


La
matemática es tan sencilla como ilustrativa. Cuando los vigentes
sistemas de protección social fueron concebidos, la gente cotizaba en
torno a 44 ó 45 años y recibía prestaciones de jubilación durante diez
anualidades. Hoy, en cambio, con ciclos de formación más dilatados y
edad de retiro real anticipada, los períodos medios de actividad quedan
reducidos a 32 ó 33 años y, por el efecto añadido de la mayor esperanza
de vida, suben a 18 ó 20 las anualidades en que se percibe la
prestación. Si a ello se añade que la cuantía de las pensiones de
entrada supera ampliamente las de salida, es lógico que el porvenir del
sistema padezca un inquietante cálculo actuarial.


Frente
a esa realidad, los expertos consideran que urge actuar sobre la edad
efectiva de jubilación, de un lado, y sobre las fórmulas de cálculo de
las pensiones, de otro; un planteamiento asumido políticamente en
España, en el aludido Pacto de Toledo (1995), y a escala europea en las
conclusiones de la cumbre de Lisboa (2000). Sólo que pasar de las
palabras a los hechos se ha revelado más difícil que suscribir la
intención. Al día de la fecha, siguen sin ponerse en marcha medidas
orientadas a corregir la situación. Es más, ni siquiera se ha hecho
nada para cuando menos ajustar la realidad a lo que fija la legislación.


En
términos generales, la edad legal de retiro está fijada en 65 años,
pero lo real es que la media de tránsito a la condición de pensionista
es de 61 años en España y de 59 años en el conjunto de la UE. Una
circunstancia que no sólo no ha variado significativamente en los diez
últimos años, sino que ha ido a más. No es un secreto que la
prejubilación viene siendo una vía habitual de las empresas para
aligerar plantillas y/o costes de producción. Como no lo es que los
gobiernos incurren en la incoherencia de ser los primeros en aplicarla,
tanto en las empresas dependientes del área pública, como en el propio
ámbito funcionarial. El último y llamativo ejemplo en España ha sido el
anunciado proyecto -¿globo sonda?- del actual ejecutivo de ofrecer el
retiro anticipado a los funcionarios que superen los 58 años, con el
propósito declarado de “rejuvenecer” la administración.


No
todo se circunscribe, por importante que sea, al componente financiero
de la Seguridad Social. La jubilación entraña otros aspectos que no se
deberían soslayar. Uno, de índole colectivo, es que la sociedad habría
de plantearse si puede o debe prescindir de forma indiscriminada de la
aportación de personas que mantienen plena capacidad. Otro, más
individual, plantea al jubilado la expectativa de entre dos y tres
décadas de vida sin actividad, con el pronóstico creíble de que la
esperanza de vida puede seguir progresando en los próximos años de modo
sustancial. En definitiva, entre lo uno y lo otro, resulta que al
problema de cómo costear una dilatada etapa de retiro con cargo al
presupuesto se añade otro no menos relevante: ¿qué hacer con ese
creciente tanto por ciento de personas excluidas del sistema productivo?


Las
encuestas revelan que dos de cada tres ciudadanos se oponen a toda
suerte de reforma en el modelo de jubilación, pero quizás valdría la
pena averiguar cuál es la opinión de quienes llevan ya varios años
obligadamente jubilados para tener una visión más exacta de la
realidad. Y quizás, como en tantas otras cosas, fuese oportuno
introducir criterios más flexibles, menos rígidos, de forma que los
propios trabajadores dispusiesen de ciertos márgenes para decidir
cuándo y cómo quieren dejar su período de actividad.


No
es ni será nunca un debate fácil, pero es urgente abordarlo con rigor,
poniendo encima de la mesa los verdaderos parámetros e ingredientes de
tan compleja cuestión. Cuanto más tarde se haga, se abordará peor.


Enrique Badía

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