En Urabá, la violencia tiene rostro de mujer


Rel-UITA. - Cuando las masacres, homicidios y los masivos desplazamientos de cientos de familias formaban parte del cotidiano escenario de violencia que padeció Urabá en las décadas de los 80 y 90, las mujeres aportaron la mayor cuota de sufrimiento, desolación y abandono. Mientras sus maridos eran asesinados o debían huir de la región, un sinnúmero de mujeres tuvieron que reinventar sus vidas. En su mayoría analfabetas y cargando racimos de hijos sobre sus espaldas, supieron escapar de la parálisis del horror y desconstruir el dolor para salir a ganarse la vida en lo que fuera, demostrando su capacidad de resiliencia y de tenacidad ante la adversidad.
05 de mayo de 2016

Adela Torres, secretaria general del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Agroindustria (Sintrainagro), llegó a ser la segunda a bordo de una de las organizaciones sindicales más importantes de Colombia, abriéndose camino en una región como la del eje bananero antioqueño donde el machismo tiene raíces profundas, impera, excluye y también mata. 

Ella conoció en carne propia aquellos años donde Urabá estaba sitiada y en la línea de fuego de los grupos al margen de la ley. “Es muy difícil encontrar una mujer en Urabá que no tenga a un familiar asesinado o desplazado por la violencia, que no haya sufrido el horror de la muerte a corta distancia”, dice. 

“A uno de mis hermanos lo asesinaron cuando salía de su casa y estaba en su carro. Lo asesinaron delante de sus hijos pequeños. Tenía 38 años cuenta Adela

Él era administrador de una finca, “su mayor desgracia fue estar entre dos fuegos. Vivía en un sector donde predominaba la guerrilla y trabajaba en una zona controlada por los paramilitares”. Era, en definitiva, sospechoso en potencia para quienes establecían las fronteras de los territorios ocupados.

Yo conozco a Adela hace más de veinte años y no sabía lo de su hermano. Ella es de esas personas que se destacan por su fuerza, su simpatía, por su sentido de solidaridad, nunca la observé intentando construir lealtades desde los andamios de sus desventuras o padecimientos personales.

Ante mi asombro manifiesto, Adela continuó: “cuando asesinaron a mi hermano la familia se desintegró. Mi papá y otro hermano se fueron a Cali. Mi otro hermano y mis hijas a Medellín, y yo que hasta había vendido todo, había decidido irme también. En la casa había quedado solamente la cama y un televisor viejo”. 

“Soy madre, cabeza de familia. Viajaba todos los viernes a Medellín. Salía del trabajo y me montaba a un bus. Eran como 9 o 10 horas cruzando loma, cuando Urabá como tú siempre dices יolía a pólvoraי. Iba donde mi hermano menor, que en aquel tiempo estudiaba allá -ahora trabaja en la Universidad de Antioquia-. Las personas que le alquilaban el apartamento no querían que metiera a nadie más, así que tanto mis hijas como yo teníamos que estar escondidas. Era bien complicado”.

Adela hace un alto, parece detenerse en aquella época. Me pregunto cuántas imágenes disparará su memoria, cuántas emociones, cuántas preguntas. Sabe que es una sobreviviente, que tuvo la fortuna que muchas otras no tuvieron y ya no están vivas o emigraron de Urabá.

Permanecer resistiendoSin espacio para la resignación“Al final tomé la decisión de quedarme. En medio de las balaceras y el llanto, muchas mujeres tuvimos que hacernos fuertes y salir adelante, no había otra solución. Me quedé trabajando en la finca, terminé el bachillerato y me gradué. Soy licenciada en Educación Ambiental. Unos meses antes de graduarme me integré a Sintrainagro, que para mí ha sido una experiencia muy importante y enriquecedora. Tengo 51 años, no me arrepiento de haberme quedado”.

En silencio Adela toma un café lentamente  –el tintico, la adición colombiana–, coloca el pocillo sobre la mesa y sin necesidad de interpelarla enfatiza: “Hay que entender una cosa, el tema de la violencia tiene muchas formas y afecta en varios sentidos: los asesinatos, el desplazamiento forzoso, el desarraigo, familias que nunca más volvieron a juntarse, la miseria, la falta de trabajo. Todo ello configura una situación bien complicada para todos, pero las mujeres llevamos siempre la peor parte”.  

Pero en medio del dolor esas mismas mujeres “entendieron que no podían quedarse estancadas, que debían reaccionar, buscar oportunidades para ellas y sus críos y lo hicieron solas o junto a otras mujeres: madres, abuelas, hermanas, tías…”

Parece fastidiada. Termina su café, alisa su cabello, busca acomodo en el respaldar y un gesto en su rostro delata el dolor de una espalda que carga múltiples mochilas.
De una violencia a otra“Con organización saldremos de esto”Ahora su voz ronca sentencia: “fue en ese momento que muchas fueron a trabajar en las fincas cuando aquí sobraba banano y faltaban hombres en las plantaciones. Lo recuerdo muy bien, las mujeres éramos bienvenidas, las puertas estaban abiertas, salían en camionetas con altoparlantes procurando mano de obra femenina. Creo que en ese momento la necesidad de los empresarios superó la discriminación”. 

La violencia de los violentos se retiró de la región, ahora persiste la violencia de la pobreza, que mata silenciosamente y no es noticia. 

Ya con ánimo de dar término a la entrevista Adela me comenta: “mira, hoy, con el tema de la ‘reparación’ en el marco del proceso de paz, el gobierno está entregando dinero a las víctimas. Es horrible ver cómo la gente, en su mayoría mujeres, llega a las 2 o 3 de la mañana a hacer fila, con sus hijos, para cobrar la indemnización.

Por eso yo me desespero, y me gustaría poder brindar más apoyo a las mujeres. Montar emprendimientos socioeconómicos, talleres para la confección de la ropa de trabajo en las bananeras y pequeñas fincas para la producción de alimentos. 

Soy de las convencidas de que empoderando a la mujer, organizándola y dándole trabajo saldremos de la pobreza y de este ciclo de violencia que con otras características nos sigue asolando”. 


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